Tal vez los hoteles, hasta los imperturbables
hoteles de lujo, guarden el pálpito nervioso de aquellos huéspedes que pasaron
fugazmente por ellos, sin querer dejar huella de sus torpes intentos de
consumar el acto.
Pero tal vez, inesperadamente, se quedan sus fantasmas en las habitaciones amplísimas, en los ascensores perfumados, en la
sofisticada cafetería del hotel.
Y después, durante las cenas en locales
abarrotados de Ciutat Vella, se pasean por las mesas importunando a aquellos
clientes que intuyen su presencia pero no acaban de interpretarla, y toman otro
bocado sin entender por qué pasó por su lado un halo ingrávido.
Tal vez los carajillos libados en la
fría terraza del Café Lisboa supieron a la celeridad con la que se consumían
los cigarrillos por miedo a que el relente los helara.
Después, precipitadamente, dos sombras salieron a pescar, a tirar al anzuelo en los caladeros de la noche y, huyendo de
la prosaica sobremesa, pararon un taxi que conducía a ámbitos con un regusto más
literario, ámbitos de penumbra húmeda, de vahos y sudores, de cuerpos enlazados
y jadeos teatrales.
En los locales del infierno los actores
principales pasearon su esplendor desde el escenario a la platea, en cada
dependencia oscura, en la densidad de los reservados para fumadores, en cada
sorbo de gintónic. Y su intensidad fue tal que los espectadores irrumpieron en
aplausos desde los ojos abiertos, desde las profundidades de su sexo primario.
Al final de todo, no fue tal vez para
tirar cohetes, pero el evento tuvo su aquél.
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