dijous, 5 d’abril del 2012

Un fin de semana en los locales del infierno.


         Tal vez los hoteles, hasta los imperturbables hoteles de lujo, guarden el pálpito nervioso de aquellos huéspedes que pasaron fugazmente por ellos, sin querer dejar huella de sus torpes intentos de consumar el acto.
         Pero tal vez, inesperadamente, se quedan sus fantasmas en las habitaciones amplísimas, en los ascensores perfumados, en la sofisticada cafetería del hotel.
         Y después, durante las cenas en locales abarrotados de Ciutat Vella, se pasean por las mesas importunando a aquellos clientes que intuyen su presencia pero no acaban de interpretarla, y toman otro bocado sin entender por qué pasó por su lado un halo ingrávido.
         Tal vez los carajillos libados en la fría terraza del Café Lisboa supieron a la celeridad con la que se consumían los cigarrillos por miedo a que el relente los helara.
         Después, precipitadamente, dos sombras salieron a pescar, a tirar al anzuelo en los caladeros de la noche y, huyendo de la prosaica sobremesa, pararon un taxi que conducía a ámbitos con un regusto más literario, ámbitos de penumbra húmeda, de vahos y sudores, de cuerpos enlazados y jadeos teatrales.
         En los locales del infierno los actores principales pasearon su esplendor desde el escenario a la platea, en cada dependencia oscura, en la densidad de los reservados para fumadores, en cada sorbo de gintónic. Y su intensidad fue tal que los espectadores irrumpieron en aplausos desde los ojos abiertos, desde las profundidades de su sexo primario.
         Al final de todo, no fue tal vez para tirar cohetes, pero el evento tuvo su aquél.